Extracto de A nuestros amigos (Comité invisible, 2014), recuperado del portal anarco-insurreccionista Tiqqunim.
Las épocas son orgullosas. Cada una pretende ser única. El orgullo de la nuestra es el haber realizado la colisión histórica de una crisis ecológica planetaria, una crisis política generalizada de las democracias y una inexorable crisis energética, todo ello coronado por una crisis económica mundial rampante, aunque “sin equivalentes desde hace un siglo”. Y esto halaga, esto agudiza, nuestro deleite de vivir una época como ninguna otra. Basta con abrir los periódicos de los años 1970, con leer el informe del Club de Roma sobre los Límites del crecimiento de 1972, el artículo del cibernético Gregory Bateson sobre “Las raíces de la crisis ecológica” de marzo de 1970, o bien La crisis de la democracia publicada en 1975 por la Comisión Trilateral, para constatar que, al menos desde los comienzos de los años 1970, vivimos bajo la sombra del astro oscuro de la crisis integral. Un texto de 1972 como Apocalipsis y revolución de Giorgio Cesarano lo analizaba ya con lucidez. Así pues, si el séptimo sello fue levantado en un momento preciso, esto no data del día de ayer.
A finales de 2012, el oficialísimo Center for Disease Control estadounidense difundía, para variar, una historieta gráfica. Su título: Preparedness 101: Zombie apocalypse. La idea aquí era simple: la población debe estar lista para toda eventualidad, una catástrofe nuclear o natural, una avería generalizada del sistema o una insurrección. El documento concluía así: “Si usted está preparado para un apocalipsis zombi, está preparado para cualquier situación de emergencia.” La figura del zombi proviene de la cultura vudú haitiana. En el cine estadounidense, las masas de zombis sublevados sirven crónicamente como alegoría de la amenaza de una insurrección generalizada del proletariado negro. Es pues sin duda para eso para lo que hay que estar preparado. Ahora que ya no existe una amenaza soviética que esgrimir para asegurar la cohesión psicótica de los ciudadanos, todo es bueno para hacer que la población esté preparada para defenderse, es decir, para defender el sistema. Mantener un espanto sin fin para prevenir un fin espantoso.
Toda la falsa consciencia occidental se encuentra resumida en ese comic oficial. Es evidente que los verdaderos muertos vivientes son los pequeñoburgueses de los suburbs estadounidenses. Es evidente que la mera preocupación por sobrevivir, la angustia económica por carecer de todo o el sentimiento de una forma de vida propiamente insoportable no es lo que vendrá después de la catástrofe, sino aquello que anima ya el desesperado struggle for life de cada individuo bajo un régimen neoliberal. La vida menoscaba no es aquello que nos amenaza, sino aquello que ya está ahí, cotidianamente. Todos lo ven, todos lo saben, todos lo sienten. Los Walking Dead son los salary men. Si esta época enloquece por unas escenificaciones apocalípticas, que ocupan buena parte de la producción cinematográfica, esto no es solamente por el goce estético que este género de distracción autoriza. Por lo demás, el Apocalipsis de Juan cuenta ya con todo lo que tiene cualquier fantasmagoría hollywoodense, con sus ataques aéreos de ángeles desbocados, sus inenarrables diluvios, sus espectaculares plagas. Nada salvo la destrucción universal, la muerte de todo, puede procurar al empleado urbanizado el remoto sentimiento de estar con vida, él que es de entre todos el menos vivo. “¡Que ya se acabe!” y “¡ojalá que dure!” son los dos suspiros que arroja alternativamente un mismo desamparo civilizado. Un viejo gusto calvinista por la mortificación se entremezcla con esto: la vida es un aplazamiento, nunca una plenitud. No se ha hablado en vano de “nihilismo europeo”. Se trata, además, de un artículo que ha sido tan bien exportado que el mundo ya se encuentra saturado de él. De hecho, más que “globalización neoliberal”, hemos primeramente tenido la mundialización del nihilismo.
En 2007 escribimos que “lo que nos hace frente no es la crisis de una sociedad, sino la extinción de una civilización”. En aquel momento, este género de declaraciones te hacía pasar por un iluminado. Pero “la crisis” ha pasado por ahí. Incluso ATTAC se atreve a hablar de una “crisis de civilización” — y con eso está todo dicho. Más interesante es lo que escribía, en otoño de 2013 en el New York Times, un veterano estadounidense de la guerra de Irak que se volvió asesor en “estrategia”: “Hoy, cuando miro en el futuro, veo el mar asolando el sur de Manhattan. Veo motines por el hambre, huracanes y refugiados climáticos. Veo a los soldados del 82avoregimiento disparando a saqueadores. Veo averías eléctricas generales, puertos devastados, los desechos de Fukushima y epidemias. Veo Bagdad. Veo las Rockaways sumergidas. Veo un mundo extraño y precario. […] El problema que plantea el cambio climático no es el de saber cómo es que el departamento de Defensa va a prepararse para las guerras por los recursos, o cómo tendríamos que levantar diques para proteger Alphabet City, o cuándo evacuaremos Hoboken. Y el problema no se resolverá con la compra de un coche híbrido, la firma de tratados o apagando el aire acondicionado. El mayor problema es filosófico, se trata de comprender que nuestra civilización está muerta ya.” Tras la Primera Guerra Mundial, la civilización sólo se seguía haciendo llamar “mortal”; y lo era innegablemente, en todos los sentidos del término.
En realidad, hace ya un siglo que el diagnóstico clínico del fin de la civilización occidental fue establecido, y ratificado por los acontecimientos. Disertar en esa dirección sólo ha sido desde entonces una manera de distraerse del asunto. Pero es principalmente una manera de distraerse de la catástrofe que está ahí, y desde hace largo tiempo, de la catástrofe que somos nosotros, de la catástrofe que es Occidente. Esta catástrofe es en primer lugar existencial, afectiva, metafísica. Reside en la increíble extrañeza ante el mundo por parte del hombre occidental, la misma que exige, por ejemplo, que el hombre se vuelva amo y poseedor de la naturaleza — no se busca dominar sino aquello que se teme. No es por casualidad que éste haya puesto tantas barreras entre él y el mundo. Al sustraerse de lo existente, el hombre occidental lo ha convertido en esta extensión desolada, esta nada sombría, hostil, mecánica y absurda que debe trastornar sin cesar por medio de su trabajo, por medio de un activismo canceroso, por medio de una histérica agitación de superficie. Arrojado sin tregua de la euforia al estupor y del estupor a la euforia, intenta remediar su ausencia en el mundo con toda una acumulación de especializaciones, de prótesis, de relaciones, con todo un montón de chatarra tecnológica al fin y al cabo decepcionante. De manera cada vez más visible, él es ese existencialista superequipado que no para hasta que lo ha ingeniado y recreado todo, al ser incapaz de padecer una realidad que, por todas partes, lo supera. “Para un hombre —admitía sin ambages el imbécil de Camus— comprender el mundo consiste en reducirlo a lo humano, en marcarlo con su sello.” El hombre occidental intenta vanamente reencantar su divorcio con la existencia, consigo mismo, con “los otros” —¡vaya infierno!—, denominándolo su “libertad”, cuando esto no es sino a costa de fiestas deprimentes, de distracciones débiles o por medio del empleo masivo de drogas. La vida está efectivamente, afectivamente, ausente para él, pues la vida le repugna; en el fondo, le da nauseas. Es de todo aquello que lo real contiene de inestable, de irreductible, de palpable, de corporal, de pesado, de calor y de fatiga, de lo que ha conseguido protegerse arrojándolo al plano ideal, visual, distante, digitalizado, sin fricción ni lágrimas, sin muerte ni olor, de Internet.
La mentira de toda la apocalíptica occidental consiste en arrojar al mundo el duelo que nosotros no podemos rendirle. No es el mundo el que está perdido, somos nosotros los que hemos perdido el mundo y lo perdemos incesantemente; no es él el que pronto se acabará, somos nosotros los que estamos acabados, amputados, atrincherados, somos nosotros los que rechazamos de manera alucinatoria el contacto vital con lo real. La crisis no es económica, ecológica o política, la crisis es primeramente de la presencia. Tanto es así que el must de la mercancía —típicamente el iPhone y la Hummer— consiste en un sofisticado equipamiento de la ausencia. Por un lado, el iPhone concentra en un solo objeto todos los accesos posibles al mundo y a los demás; es la lámpara y la cámara fotográfica, el nivel de albañil y el estudio de grabación del músico, la tele y la brújula, el guía turístico y los medios para comunicarse; por el otro, es la prótesis que barre con cualquier disponibilidad a lo que está ahí y que me fija en un régimen de semipresencia constante, cómoda, que retiene en sí misma y en todo momento una parte de mi estar-ahí. Recientemente incluso fue lanzada una aplicación para smartphone que supuestamente remedia el hecho de que “nuestra conexión 24/7 al mundo digital nos desconecta del mundo real a nuestro alrededor”. Se llama alegremente GPS for the Soul. En cuanto a la Hummer, se trata de la posibilidad de transportar mi burbuja autista, mi impermeabilidad a todo, incluso a los rincones más inaccesibles de “la naturaleza”; y de volver intacto de ellos. El hecho de que Google anuncie la “lucha contra la muerte” como el nuevo horizonte industrial, dice bastante de cuánto se equivoca uno acerca de qué es la vida.
A un paso de su demencia, el Hombre incluso se ha proclamado una “fuerza geológica”; ha llegado hasta a darle el nombre de su especie a una fase de la vida del planeta: ha comenzado a hablar de “antropoceno”. Una última vez, se atribuye el rol principal incluso acusándose de haberlo destrozado todo —los mares, los cielos, los suelos y los subsuelos—, incluso golpeándose el pecho por la extinción sin precedentes de las especies vegetales y animales. Pero lo más destacable es que, produciéndose el desastre por su propia relación desastrosa con el mundo, él se relaciona siempre con el desastre de la misma desastrosa manera. Calcula la velocidad a la que desaparecen las masas de hielo flotante. Mide la exterminación de las formas de vida no humanas. No habla del cambio climático desde su experiencia sensible: tal pájaro que ya no vuelve en el mismo período del año, tal insecto cuyas estridulaciones ya no se escuchan, tal planta que ya no florece al mismo tiempo que tal otra. Habla de todo esto con cifras, promedios, científicamente. Piensa que ha dicho algo crucial al haber establecido que la temperatura va a elevarse tantos grados y que las precipitaciones van a disminuir tantos milímetros. Habla incluso de “biodiversidad”. Observa la rarefacción de la vida terrestre desde el espacio. Lleno de orgullo, pretende ahora, paternalmente, “proteger el medio ambiente”, que no le ha pedido tanto. Hay muchos motivos para creer que aquí reside su última huida hacia adelante.
El desastre objetivo nos sirve en primer lugar para ocultar otra devastación, aún más evidente y masiva. El agotamiento de los recursos naturales está probablemente bastante menos avanzado que el agotamiento de los recursos subjetivos, de los recursos vitales, que afecta a nuestros contemporáneos. Si tanto se complacen detallando la devastación del medio ambiente, es también para velar la aterradora ruina de las interioridades. Cada derrame de petróleo, cada llanura estéril y cada extinción de una especie es una imagen de nuestras almas harapientas, un reflejo de nuestra ausencia en el mundo, de nuestra íntima impotencia para habitarlo. Fukushima ofrece el espectáculo de este perfecto fracaso del hombre y de su dominio que no engendra más que ruinas — y esas llanuras japonesas intactas en apariencia, pero donde nadie podrá vivir por decenas de años. Una descomposición interminable que acaba haciendo inhabitable el mundo: Occidente terminará por pedir prestado su modo de existencia a aquello que más teme — el desecho radioactivo.
Cuando se le pregunta a la izquierda de la izquierda en qué consistiría la revolución, se apresura a responder: “Poner lo humano en el centro”. De lo que no se da cuenta, esa izquierda, es de en qué medida el mundo está cansado de la humanidad, de en qué medida nosotros estamos cansados de la humanidad — esa especie que se ha creído la joya de la creación, que se ha estimado con total derecho a devastarlo todo, puesto que todo le correspondía. “Poner lo humano en el centro” fue el proyecto occidental. Ya sabemos a dónde ha llevado. Ha llegado el momento de abandonar el barco, de traicionar a la especie. No existe ninguna gran familia humana que existiría de manera separada de cada uno de los mundos, de cada uno de los universos familiares, de cada una de las formas de vida que siembran la tierra. No existe ninguna humanidad, sólo existen terrestres y sus enemigos — los occidentales, sea cual sea su color de piel. Nosotros, revolucionarios, con nuestro humanismo atávico, haríamos bien en fijarnos en los levantamientos ininterrumpidos de los pueblos indígenas de América Central y América del Sur durante estos últimos veinte años. Su consigna podría ser: “Poner la tierra en el centro”. Se trata de una declaración de guerra al Hombre. Declararle la guerra: ésa podría ser una buena manera de hacerle volver sobre tierra, si no se hiciera el sordo, como siempre.