Un taxi en la noche

La ciudad estaba envuelta  por una neblina que parecía abarcarlo todo. Un cielo semicaído, casas veladas, y un único taxi disponible con el vidrio empañado. Pura soledad.

Al subir, el pibe sonrió – hola dijo- No hubo respuesta

No tenés apuro, agregó el taxista.

Ja, qué gentil, gracias por preocuparse en que llegue a tiempo.

¿Sos tonto o te haces pibe? ¿A dónde te llevo?

Disculpe es que estoy solo.

No sos el único, más que solo parecés sordo o bobo. Me vas a decir a dónde vamos o te bajo.

Me da un poco de vergüenza, ja, voy al City Center.

El pibe estaba pálido con la vista pegada al vidrio donde dibujaba figuras que se confundían con las de afuera. Árboles frescos. Hojas enredadas. Humo pegado en los labios. Y él como queriendo recordar a cámara lenta aquellas hojas que le encantaba olerlas crujir cada vez que corría en medio de ese parque de ramas complacientes a las que tantas veces imaginó como el sendero por el que caminaba con su otro yo.

¿Tiene hora?

¿Ni reloj tenés pibe?

Ja, tiene razón. Se lo dejé a mi abuela. ¿Sabe?  Ella se fue hace un mes y estoy solo.

El pibe le miró la nuca con ganas de que el taxista  lo escuchara, se imaginaba contándole todo. El rostro encendido. Un puntito en la noche. Le pidió fuego aunque no fumaba, sólo para sentir que alguien podía tocarlo.

Sacó del bolsillo el pucho que compró suelto para un conocido del barrio. Quería sorprenderlo. El taxista con veinte años de calle le dijo-pibe vos no fumas-

Es que estoy solo.

No sos el único pibe. Llevo años arriba de éste taxi apretando el volante cada vez más sucio. El otro día subieron tres pibas. Una gordita, con ojos enormes y las otras dos borrachas. La gordita, seria, les pedía que no contaran nada y las otras dos, empezaron a manosearse a punto tal que me dieron ganas.

¿Me estás escuchando pibe?

¿Eh? Si, si señor.

Che pibe me esperás un minuto que bajo así busco a la Moni y seguimos?

El pibe pálido, con vidrios en sus ojos como si salieran de  la puerta para entrar en él. Quieto. Como el taxi. Eran dos en el mismo lugar. Miró para afuera cuando de pronto sintió un ruido que parecía tocarle el hambre.

Era la Moni que subía.

Vos te crees que sos el único le decía la Moni al taxista. Y agregó. Vino el Cholo. El taxista ponía cara de no me importa y la Moni parecía engordar la rabia. En un momento no pudo más y le gritó, estúpidooo.

Se siente bien señora le preguntó el pibe mientras la Moni se acomodaba los auriculares del celular y se conectaba a facebook.

El pibe se quedó quietito y con un  grito de la Moni le cambió el color. Está en el chat dijo la Moni  y el taxista giró el volante como para tirarla del auto. Ella contenta repetía, si, dale.

Qué gracioso pensó el pibe y se tapó la boca con la mano mientras pensaba- me gustaría poder contarle que estoy solo, pero se calló y siguió pensando. Qué lindo, ella se ríe tanto que me da pena decirle que los del chat no existen.

El taxista la miraba a la Moni y de reojo por el espejo retrovisor al pibe.

¿Por qué te tapas la boca boludo?

Ja. Disculpe me vino tos y no quería salpicar a la señora. ¿Quiere que le cuente? Estoy solo.

Che Moni ese chat de facebook te va a volver más loca de lo que estás.

La Moni nada. El pibe menos.

¿A qué vas al City Center pibe?

Es quee

Moni cortala. Dejá de reírte. Si chocamos la chapa vas a ser vos.

El pibe hizo un movimiento con la mano para calmar al taxista y la Moni pensó que lo quería robar. Se dio vuelta y le raspó la cara con la pintura de uñas. El pibe largó dos o tres gotas de sangre. Ella nada. Y él se disculpó por ensuciar el auto. Inclinó las pestañas para afuera envuelto en la neblina mientras se filtraba la chispa del encendedor con la que un flaco le daba fuego al pelado mientras se fumaban el último fasito.

Alargó el cuello como para tocarlos, bajó el vidrio y estiró la mano ofreciendo el puchito que había comprado.

Sos loco pibe, te van a dejar sin dedos.

Es que estoy solo.

Imagino que traerás bastante, con poca guita en el casino ni media hora, eh?

No vine a jugar. Fue muy lindo todo, gracias, el viaje me hizo sentir lleno de amigos.

Mientras pronunciaba  la palabra amigos por alguna extraña razón pensó en su abuela que en sus delirios decía que era la Muchacha  Punk  y la imaginó poseída por Fogwill  discutiendo con el taxista  diciéndole   que era “un piojoso sucio y mal oliente”. Pero el pibe  odiaba a Fogwill  porque las manos de su abuela parecían haberse fundido con el libro de la Muchacha Punk  y olvidarse de él. Tanto lo odiaba que la única manera de soportar sus pensamientos era volverse el otro. Ese otro que lo acompañaba cuando su abuela hacia el amor con Fogwill. Fue entonces cuando abrió la ventanilla y se imaginó que la neblina se volvía  nieve y dentro de ella estaban  Chejov con Yona  y  un caballo que le daba latigazos a Yonahasta dejarlo tendido en medio de algo parecido a un bosque. Caminaba  y murmuraba, hay que entrenarse para ver belleza por todas partes cuando de pronto y frente a él la imagen nítida de Abrámtsevo que comenzaba a perderse en un largo sendero serpenteante entre abedules y pinos, barrancas  y puentes tambaleantes que lo metían nuevamente en si mismo.

Pibe, te repito sin guita estás al horno.

Es que estoy solo.

Cortala con eso de que estás solo boludo! Llegamos, son 30 pesos. Ticket no tengo.

El pibe parpadeo, saludó pero nadie le respondió. Era como si siguiera en la Siberia, ese lugar al que todos te mandan cuando te pretenden expulsar del planeta.

Al bajar del taxi pensó que le hubiera gustado entrar al casino. Lo imaginaba lleno de gente, que lo tocaban  al pasar, pero sabía que eso era imposible.

Caminó lento con una sonrisa pálida y se arrodilló al lado del único perro que le movía la cola. Qué te pasó le preguntó el pibe al perro. Estás todo mojado, flaco y no parás de temblar.  Hace menos de una semana que no vengo y ya estás así. ¿Me extrañaste?¿Por qué no comiste? El perro levantó el hocico y le respondió dándole una larga lamida en la cara. Era un siberiano y se llamaba Savva Mámontov.

taxi

En una librería todo puede pasar

La encontró después de muchos años en una librería. Su mano algo temblorosa parecía sostener un triste manual de autoayuda. Dudó. Quizás no fuera ella, no podía serlo. Aunque de ser así debería invitarla a tomar un té pensó. Se sentía no tanto sorprendido como lejos. La recordaba como en una foto de aquellos años. Muy garbosa, esbelta, con la magnificencia de lo prohibido. Gentil y casi envuelta por un aura mística. No eran tan jovencitos y ella ya conocía a Nietzsche como si fuera su hermano. Y no por casualidad. Su padre era un pastor luterano que pensaba que sus hijos debían acercarse a la filosofía de la mano del hijo de otro pastor. Quien mejor que Nietzsche en ese caso cuyo padre también lo era.

Quería, deseaba aproximarse y dejar de lado eso que le provocaba verla, ya habían pasado años pero aun así se sentía un minusválido frente a la suposición de haberla encontrado. Caminó entre los libros sofocado buscando el que le daría la gran oportunidad. Lo encontró. Tapa dura. Impactante. Leyó dos o tres frases que trató de memorizar tales como “«El verdadero hombre quiere dos cosas: el peligro y el juego. Por eso ama a la mujer: el más peligroso de los juegos» (Así hablaba Zarathustra). Y perfiló hacia ella con el libro bajo el brazo dejando adrede deslizar su título.

Tuve que haberle hecho caso a Enoc Muñoz pensó, no en todo, en algunas partes como cuando dice  “ahora que hemos leído el mismo libro tal vez nos parezcamos un poco más”.  No sé si hubiera sido apropiado pensar como él que “de una mirada a otra hay toda la noche del mundo”, pero me hubiera ayudado bastante, de eso estoy casi seguro.

Podría haberme dedicado a ser escritor y no contador público sólo para romper el mito. Ese mito de que todos los escritores tienen que ser seres raros como salidos de una probeta. Soñadores de bolsillo o burgueses mantenidos que se retiran a una isla de las Cícladas para impregnarse el alma, sino gente común que transpira la vida en el caso que deseara caminar por las callejuelas de la fértil  Naxos y disfrutar de unas buenas patatas con aceite de oliva y frutos frescos del mediterráneo. Tan comunes que ahorrarían sus gotas de sudor para arriesgarse a quedar atrapados por los vientos fuertes de Naxos sin poder visitar Santorini o Miconos.Pero no lo hice y estoy acá mirando la sombra de Pepa que sigue temblando en mi temblor, como cuando me enteré que su hermano había muerto.

– ¿Hola Pepa, te acordás de mí? Soy Ignacio el que te ayudaba con las tareas de contabilidad que tanto te angustiaban. No he cambiado demasiado Pepa, soy Contador Público pero ahora leo a Nietzsche, lo ves, acá tengo su libro.

– Hola Ignacio creo que me confunde, no soy Pepa y jamás leí a Nietzsche, capaz algún empleado lo pueda orientar en lo que está buscando.

Él se dio cuenta que ella lo recordaba, pero el tiempo había cambiado todo, ya no leía al hijo del pastor luterano y quizás el temblor fuera ocasionado por el oneroso costo del libro de cocina que llevaba entre sus manos, bellas, como siempre. Y prefirió callar confirmando la sentencia de Enoc “tal vez ahora hablemos de la misma ausencia, del mismo libro que nos separa”  Y supo que aunque uno los vuelva a hojear párpado a párpado, los libros son siempre peligrosos.

 

AAA